FRANCESC-MARC ÁLVARO - 09/01/2006
Un amigo inglés me telefonea alarmado para preguntarme qué nos está pasando. A estas horas, uno quisiera tener pasaporte británico. En el Reino Unido, los militares son como los empleados de correos: funcionarios públicos cuya opinión sobre las políticas del Gobierno es inexistente. Los cursis lo llaman calidad democrática, pero se trata solamente de vivir sin miedo. En una democracia vieja y seria, los profesionales de las fuerzas armadas no dan miedo a los ciudadanos, cumplen con su labor, podan la hierba del jardín, desfilan un par de veces al año y no opinan nunca en público.
Mi amigo inglés me pregunta por qué el teniente general José Mena Aguado se ha pronunciado sobre el nuevo Estatut de Catalunya. En 1975, la gente sabía muy bien para qué servían los militares. En 1981, algunos trataron de refrescarnos la memoria. En el 2006, nos debemos hacer de nuevo la vieja pregunta: ¿para qué sirve un militar en España? El teniente general Mena Aguado, cuyo sueldo pagamos entre todos los españoles (catalanes incluidos), ha tenido el detalle de ofrecer una respuesta plausible y clara, dentro de una tradición rica y acreditada. Lástima que lo haya hecho el 6 de enero y no el 25 de noviembre pasado, fecha que habría coincidido felizmente con el centenario del asalto de unos oficiales a las oficinas del semanario Cu-cut! y el diario La Veu de Catalunya, ambas publicaciones editadas por el partido Lliga Regionalista. Aquel hecho de 1905 tuvo grandes consecuencias en la vida política de los años siguientes.
Según la versión oficial, el miedo se acabó entre 1975 y 1978. La democracia es un sistema que sustituye el miedo de las dictaduras por la discrepancia organizada. Miedo el de nuestros padres y abuelos, a nosotros ya no nos toca, decimos con alegría. Y sin miedo, el Parlament de Catalunya aprueba un proyecto de Estatut que, sin miedo, acepta a trámite el Congreso de los Diputados. Y así, sin miedo, vamos dándole a la bicicleta de la democracia. En este contexto, la función del ciudadano Mena Aguado no es otra, sin duda, que sacrificar su carrera para recordarnos que no hay rosas sin espinas y que no hay trámite estatutario sin el oportuno miedo que tanto bien (según dicen) hizo a la redacción de la Constitución de 1978 y del Estatut de 1979. Alguien de uniforme debía hacerlo y se ha hecho. Si funcionó entonces, servirá ahora.
El ciudadano Mena Aguado nació en 1942 y entró en el ejército en 1960. Por edad, no le tocó reconciliarse con nadie al acabarse la dictadura. Es "un hombre abierto y tolerante", a decir de los círculos políticos. Los franquistas ya no hablan, no seamos bárbaros ni simplistas. Ahora, hablan sólo los demócratas y constitucionalistas. También fue un cómico tenido por progresista el que pidió que los nacionalistas vascos y catalanes "fueran conscientes de que los otros pueden sacar los tanques". El miedo siempre es más eficaz si lo difunden voces frescas. El miedo de nuestros padres y abuelos venía fabricado por tipos muy feos y muy malos. El miedo de ahora te lo vende un general amable, cordial y sensato que habla inglés con sus colegas de la OTAN.
En Londres, mi amigo anda perplejo y repasa como un loco la bibliografía de los hispanistas al uso. Le repito que no se preocupe, porque todo forma parte de un guión muy usado. Como los abrazos de ZP, los recortes del tío Solbes, el póquer del amigo Pérez Rubalcaba y las advertencias catastróficas de Rajoy. En toda buena comedia, hay un tipo listo que se salva, uno que gana pero parece que pierde, uno de uniforme y un catalán que pide perdón.
LA VANGUARDIA
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